11 de maio de 2011

Discurso de Ana María Matute ao receber o prêmio Miguel de Cervantes 2010

Ana María Matute

Majestades, Autoridades:

Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su felicidad – ­¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra? – a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: "Érase una vez…" y conmovió toda mi pequeña vida.
Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: " el que no ama está muerto" y yo me atrevo a decir: " el que no inventa, no vive". Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: "La música de papá, no te la creas: se la inventa". Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna – esa que llevamos dentro, como un secreto – nos la inventamos, Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad – el don más raro de este mundo – en una criatura carente de todos esos atributos. (¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea…?)
El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar – y quizá explicarme de algún modo – mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas.